Por Jose A. Ciccone

Para Don Gustavo Astiazarán Rosas, radiodifusor respetado y querido por sus amigos, que como yo, nos sentimos honrados con su amistad.

Corrían los años finales del cincuenta y era yo un niño que leía al genial escritor y marino Emilio Salgari y su famoso Sandokán para reavivar mi imaginación creativa y sumergirme en el mundo del autor, que aunque no era el mío, yo lo sentía así y me fascinaba transitar.

Como complemento a ese devaneo, me gustaba mucho encender y prenderme de la radio, la televisión ya había dado sus primeros pasos firmes pero yo no tenía acceso a ella por ‘exceso de presupuesto familiar’, al igual que mis amigos de barrio, con los que iba un par de días en la semana a tocar la puerta de una vecina para preguntarle: ¿señora, nos deja ver la tele? La respuesta era lacónica y poco convincente para nosotros: No, vengan otro día, ¡somos muchos!

Entonces, el escape y soporte afectivo de nuestro rato de distracción era la radio, ya exitosa por sus emisiones deportivas, novelas y programas en vivo donde desfilaban grandes estrellas, que por cierto, uno siempre se las imaginaba muy distintas a lo que realmente eran físicamente, aunque justamente allí residía el encanto, dejar volar la imaginación y construir –a diferencia de los libros-, imágenes apoyadas con música y efectos de sonidos que nos transportaban hacia la escena, que podría ser desde un castillo de la pureza, hasta el rudo campo y sus inclemencias del tiempo, un jinete cabalgando en el medio de la noche huyendo de la justicia, una pareja de enamorados paseando por el parque o una historia de recurrentes enredos familiares donde seguramente tomábamos partido por algún integrante, asumiendo su defensa o preocupándonos por sus desenlaces.

Los radioteatros también eran ya famosos por sus gigantescas audiencias provocadas por las recomendaciones -boca a boca-, o las de tipo telefónicas que iban aumentando usuarios en aquellos ayeres donde la comunicación, de forma obligada, ganaba adeptos diariamente.

Era la época y el momento de mi vida que -literalmente- me abrazaba a la radio, dormía junto a ella, oficiaba como la almohada parlante que encaminaba mis sueños guiados y placenteros, porque después de oír aquellos maravillosos duendes, mi día estaba completo.

Los periódicos, más vivos que nunca, encontraban en la radio el mejor medio para anunciarse en su carrera por aumentar clientes. Además de anticipar brevemente y de forma oral, mediante los noticieros, que como voces alertas, adelantaban lo que el lector encontraría detallado en ediciones impresas sucesivas de la tarde o la mañana siguiente.

Cualquier noticia que se oía, del orden que fuera y que la calle repetía incesante, estaba endosada con la seriedad del medio, -lo dijo la radio- decían las personas y eso garantizaba por completo, la veracidad para los millones de receptores que no ponían en duda lo que allí escuchaban, una verdad indiscutida a la que había que creerle.

La radio y su ejército inagotable de personajes que –a diferencia de la televisión que nos entregaba imágenes creadas por alguien-, ésta nos permitía armar las nuestras, elegir colores, decorados, rostros, vestimentas y formas físicas. El escenario ideal que construía nuestra mente, los impulsos creativos de una edad donde todo era imaginación, donde nadie era capaz de frenarnos en la idea de que todo era posible y el que sostenía lo contrario estaba equivocado o nos quería situar en otra realidad que no concebíamos más allá de las obligaciones escolares que había que transitarlas con esmero y dedicación, aunque no tuviésemos muy claro para qué servía estudiar tanto, ni sus beneficios posteriores.

La radio siempre estaba ahí, junto a nosotros y haciendo la vida familiar más grata. Existían estaciones denominadas cultas, donde se desplegaban eruditos de todas las materias, reinaba la música clásica y la ópera que acompañaban a la gente mayor instruida o al target de inmigrantes, que como mi nonna, las oían porque en ellas, imagino, se les acercaba un poco de aquel amado terruño y el idioma natal que habían quedado tan lejos.

Hoy, después de muchos años, las cosas cambiaron radicalmente pero la radio ahí está, intacta, casi eterna y al igual que como pasó con la tele, cuando ésta apareció y tuvo que complementarse con ella, en lugar de dividir público, sumó más radioescuchas, como ocurre en este avanzado siglo veintiuno donde supo combinarse con el masivo internet y la redes sociales de manera casi mágica. Todos la oímos de otra manera, desde los jóvenes hasta los mayores, con minúsculos auriculares incorporados a los teléfonos móviles, en nuestras computadoras, tabletas y otras formas, pero seguimos interactuando con ella, creando una corriente de comunicación efectiva, amable y confiable.

Dicen que la esencia de la personas se forma durante la niñez y fue, precisamente en esa etapa de mi vida, donde aprendí a querer este medio de comunicación masivo, quizás porque formó parte de mi círculo familiar más cercano a mis afectos y mis raíces.

Las generaciones van pasando, acumulando años, sinsabores, sorpresas y alegrías, pero la radio seguirá viva para los más jóvenes y para los que vienen. Con otros auxiliares, con gadget que nos acerquen a la realidad de hoy, pero con la penetración que siempre dirá presente, entrando por los oídos, que es la manera más efectiva de despertar la creatividad y el camino más corto para llegar al corazón.

 

 

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