Por José A Ciccone

Ya estamos experimentando una nueva conducción política en los cinco municipios del Estado y en un mes más, lo estaremos viendo en la gubernatura, por primera vez, en manos de una mujer joven consustanciada con el acontecer de la tierra que la vio nacer.

Es una nueva oportunidad que tenemos todos los ciudadanos que ejercimos libremente el voto, para incluirnos definitivamente en las decisiones que pretendan tomar las nuevas autoridades, insertarnos como actores de la vida política en Baja California, es decisión impostergable si no queremos lamentarnos mañana de lo que hoy podemos hacer entre todos los que habitamos este suelo generoso, abundante en posibilidades reales.

En tiempos de relativa tranquilidad y en el marco de un régimen democrático, la pasión por la cuestión pública de ninguna manera se expresa sólo cumpliendo con el rito de las urnas.

El ejercicio en la política del ciudadano común –aquel que desde la trinchera de su trabajo y pagando impuestos cumple religiosamente con el país-, exige implicarse de lleno en la vida pública, no necesariamente a través de la acción meramente partidaria, sino del compromiso activo con el funcionamiento adecuado de nuestro sistema democrático. Esto quiere decir que practicar la pasión por la política no significa recordar que ella existe sólo en momentos de crisis o conflictos, o en la abundancia gratificante.

Desde el comienzo

Los griegos lo sabían bien, para hacer buena política se trataba de cumplir con las obligaciones de todo ciudadano: estar alertas, vigilar la acción de los representantes, informarse, pagar sus impuestos y exigirle a los gobernantes que hagan cumplir las leyes.

En el ciudadano que le tocó cumplir funciones de dirigente, la pasión deberá ser entendida como servicio a la comunidad y su beneficio personal, será el placer que se desprenda del cumplimiento de su vocación política, porque la ambición desmedida, el enriquecimiento súbito e ilícito y la traición a los ideales, no son necesariamente, una característica de la pasión, sino más bien de su aspecto patológico más oscuro.

Es necesario insistir, a la manera aristotélica, en que la desviación no pasa sólo por el exceso sino también por la carencia. En cualquier actividad de un ser humano, si detectáramos en él una actitud de abulia crónica, abandono melancólico o indiferencia suicida, no dudaríamos en afirmar que está pasando por alguna perturbación psíquica.

Sin embargo, en el ámbito de la política, nos parece normal que el ciudadano común no se ocupe del estado de su comunidad. Sólo cuando el sistema estalla, ahí sí, en el mejor de los casos, vemos que se despierta en algunos la pasión por los asuntos públicos, así como vemos en otros una caída en la más profunda depresión con aislamiento y también en la obsesión por almacenar objetos que lo provean de una cierta sensación de tranquilidad.

Responsables del colapso del sistema serán no sólo la venalidad e incapacidad de los dirigentes -que bastardearon su pasión política transformándola en adicción al poder-, sino también la falta de pasión del conjunto de toda una sociedad. Si en tiempos de calma se practica la ideología de que “la política es cosa de políticos” y que “lo bueno es no meterse” para mantener las manos limpias, entonces la consecuencia lógica será que un grupo reducido de personas se apropie del mando y resuelvan a su antojo. Si lo que va decidiendo la reacción de las personas no es el bienestar o malestar de toda su comunidad sino sólo el hecho de que sus intereses hayan sido afectados, entonces será que la preocupación por todo lo público está mal entendida. La carencia de pasión política sostenida habrá conducido a esa sociedad hacia el desastre total.

Por todo lo dicho, será necesario ser muy cauteloso cuando se consideren frases tales como: “La política es una cosa sucia” o “Todos los políticos son manipuladores”, o “No hay políticos decentes y capaces”, porque entonces se confundirá la crítica hacia la perversión de una práctica, con la crítica a la práctica misma.

 

 

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