Cada 2 de noviembre, fieles a la tradición mexicana de celebrar el Día de Muertos con altares que adornamos con alimento, bebidas y alguno que otro vicio.
Los mexicanos nos caracterizamos por la forma en que encaramos las vicisitudes de la vida, con ese humor que nos hace pensar que la muerte nos pela los dientes para hacernos reír de nosotros mismos, de lo que nos pasa y no se si es por insolencia o por venganza que ni la mismísima calaca tilica y flaca se nos escapa.
Cada 2 de noviembre, fieles a la tradición mexicana de celebrar el Día de Muertos con altares que adornamos con alimento, bebidas y alguno que otro vicio que a nuestros difuntos agradaba.
Como siempre en esta fecha, acudimos con amarga alegría, sin importar las largas filas que debemos hacer para ingresar a los panteones para convivir con nuestros muertitos y muchos “vivos” que sacan ventaja de la celebración al ofrecer servicios, agua, flores y todo lo que te puedan vender a precios que asustarían hasta a quien se atreviera a revivir en ese momento.
Pero así como dicen, “el muerto al pozo y el vivo al gozo”, que tal si organizamos una velada -que no velorio-, en el camposanto, con música en vivo para reanimar a los asistentes (no a los residentes) para, además de continuar con la tradición, matemos el tiempo con alegría, disfrutando de un tequila con su sangrita viuda de Sánchez que ayude a la inspiración para hacerle una calaverita al compadre.
Así al final del día, muertos de cansancio, podamos ir a descansar en paz como angelitos, para que aunque no tengamos la mente muy brillante, sigamos (al menos un día más) contando y cantando entre los vivos.