Por José A. Ciccone
Hace algunas semanas invité a una entrevista al Secretario de Cultura de Baja California y además de resaltar la impecable labor que está realizando, una de las preguntas iba dirigida a conocer cómo se está publicitando todo este trabajo que seguramente se verá reflejado en el quehacer cultural de la región.
Es de todos conocido que la cultura es un privilegio para la raza humana, pero también una obligación de todos promoverla, amén que necesitamos un cambio de actitudes para que esto sea posible. Y que ésta metamorfosis se opere tanto en la sociedad como en los productores de las manifestaciones artísticas, si es que deseamos participar en el desarrollo del arte mismo y de la cultura en general.
Es responsabilidad de la sociedad económicamente desahogada de esta ciudad, sentar las bases para una política cultural apoyada -o no- por el Estado, porque los objetivos que los gobernantes deben plantearse para formar una sociedad cultural son, en el orden de lo social educativo, promover la producción de los artistas, la difusión local, nacional e internacional del arte producido en Baja California, sin distinción de escuelas o tendencias religiosas -el Estado es aportador y administrador, no pontífice- así como el objetivo económico, legal y de seguridad social, la libertad de expresión y la autonomía.
Lo único comparable con la presencia tácita de lo humano es el arte. Las almas ardientes de los artistas, creadores, escritores y poetas, en la sociedad de consumo, siempre denunciarán un posible atropello u olvido.
Según la definición clásica de dos sociólogos alemanes del siglo pasado, cultura es todo lo que el hombre hace. El carpintero que pule cuidadosamente su mueble recién acabado, el herrero que en su fragua termina una pieza, detallando su obra con la máxima acuciosidad, está claro que éste es tan culto como el más afamado dramaturgo. Quien amasa con fervor una pieza de pan o ara el campo con amor y dedicación, está haciendo cultura con lo suyo, tanto como el pintor artista cuando da la pincelada final a su tela, todas estas manifestaciones son cultura en su expresión más genuina.
De allí que cada día tenga menos adeptos aquel que -por comodidad, no por otra cosa- acostumbra dividir a la cultura en elevada por una parte, rasgo distintivo incluido, y en popular. No es así. La cultura es una sola, y dado el grado de sofisticación, muchas veces exquisito, que adquiere la publicidad en pleno siglo XXI, se la considera como a una de las ramas más importantes de la cultura contemporánea.
No deja de llamar la atención que ni griegos ni romanos, en la antigüedad, incluyeran a este término, publicidad, en sus vocabularios. Pero seguramente, sin saberlo, la estaban practicando. ¿Qué es por ejemplo el Partenón, en la acrópolis ateniense, sino la propaganda, al alcance de los mortales, de las altas virtudes de la deidad?
Al respecto, los romanos iban más lejos (haciendo a un lado la elocuencia popular de sus grafitis, hoy desvelos de historiadores y de filólogos): como se sabe, la inmensa mayoría del pueblo era analfabeta. Pero llegada la época de las elecciones (ediles, cónsules, senadores) habían encontrado una forma muy hábil de distinguir a sus preferidos.
Como se votaba simplemente alzando la mano (no se sabe bien si los votos eran, o no, “cantados”), la mayoría lo hacía por aquel de los elegibles que se presentaban con la toga más blanca.. Y como “blanco”, en latín, se dice “candius”, el más votado resultaba ser el “candidatus”, o candidato de nuestros días…
Y eso era, y sigue siendo cultura.
La publicidad contribuye, además, a ampliar los horizontes de quien se detenga en ella. Hace ya muchos años se impuso un modelo de automóvil que llevaba por nombre “Impala”. Como ignoraba qué significaba este término, acudí a mi fiel e inseparable amigo, el viejo pero no caduco diccionario, antes que al google, para enterarme de que ése es el nombre de una especie de antílope africano, notable por la estilización de sus líneas y por la velocidad de su carrera.
Como este simple ejemplo, si la memoria no insistiese en mantenérseme infiel, podría dar muchos otros. La publicidad exige, a quien la crea, cantidad de conocimientos, sentido de la oportunidad, facultades creadoras, ingenio, adecuación a la fantasía de aquellos a quien va dirigida -todos nosotros, el común de los mortales- y, sobre todo, originalidad. No son pocas, pues, las exigencias intelectuales -cultas- con las que debe cumplir un buen publicista. Y esa tarea de difundir es, en algunos casos, muy noble.
¿Quién no se ha extasiado, alguna vez, ante paisajes exóticos y lejanos, se trate de la impenetrabilidad de la selva, la engañosa tersura del desierto, o la cambiante hechicería del océano, utilizados como medios por la publicidad, que en nuestros días pletóricos de Internet con sus redes y dispositivos móviles que irradian modernidad, nadie duda en tomar como un arte, y de las más encumbradas? ¿Quién de nosotros rehusaría ser dueño, hoy, de aquellos encantadores y llamativos carteles salidos de la inspiración y la maestría de un Toulouse Lautrec o de un Honoré Daumier?
Incluso considerado, con todo respeto, el arte de la Iglesia -el iconográfico- que floreciera en la baja edad media (o sea en los primeros siglos de la propagación del cristianismo) es hoy considerado arte con mayúscula, pese a que entonces cumplía con funciones de simple proselitismo, pues sus imágenes iban también destinadas a un público que no sabía leer, pero que veía así escenificadas y a su alcance, la profusa imaginería de ángeles y demonios, santos y vírgenes, y de Dios mismo y su Madre, tal como emotivamente lo dice un poeta francés del siglo XV, Francois Villon, quien en su “Balada para rezar a Nuestra Señora” habla de su vieja madre, analfabeta, quien sin embargo se entera de las vidas de los bienaventurados, y de las penurias del infierno, recorriendo con la mirada los frescos que ornamentan las paredes de su iglesia natal. Y esto también, y de la más extremada nobleza, es cultura publicitada.
“No es tarea fácil difundir, mediante la publicidad, la cultura. Tampoco imposible mientras haya gente sensible preocupada por conocer ‘más de todo’, por no dejarse tentar y contaminar con las malas noticias que recibimos a diario, por estar en la realidad que nos toca vivir y buscarle a ésta su cara amable, fresca y revitalizadora, por apoyar decididamente la cultura y sellarla en su entorno de amistades, en su familia y en todo lo que represente un agente activo de y para ella, a la que realmente difunda mediante cuanto recurso modela, inventa, da forma y recrea. Lo que equivale a estar, de manera permanente, redescubriendo la vida”.