Por José A. Ciccone
Es la pregunta que se haría nuevamente el genial actor y crítico social Héctor Suárez que se nos adelantó hace unas semanas y está descansando en santa paz. Lo mismo me pregunto a diario y seguramente mucha gente de nuestro querido México. No veo por ningún lado que estemos unidos, sino todo lo contrario, la polarización parece ser hoy moneda corriente entre los que queremos mantener un debate enriquecedor o expresar opiniones sobre temas que nos atañen a todos. Nuestro país requiere más que nunca del disenso con criterio de sus ciudadanos, pero también de un consenso general, por lo menos en el mediano plazo.
Debemos provocar las ganas de participar y enfocar los problemas desde distintas ópticas, todas válidas, en la medida que se ejerzan en plena libertad de manifestarlas, porque no deben existir límites de ninguna naturaleza en el ejercicio de pensar y expresarse distinto. Pero sucede, hoy de manera más pronunciada, que en todo momento, en todos los ámbitos y en todas partes de México, brotan gestos del inaudito rechazo ‘al otro’, que no sólo condenan al país a reiterar sus rasgos más negativos, sino que –además- determinan la postergación indefinida de las soluciones más urgentes.
Al ser como somos, permanentes buscadores en el largo camino que nos lleve a la verdad, nunca deberíamos prohibir la divergencia que es una forma genuina a la apertura de una esperanza liberadora de la refutación. Toda respuesta no satisfecha es una nueva pregunta.
Según Nicolás Maquiavelo, hay tres tipos de personas: “las que saben, las que no saben pero saben que no saben, y las que no saben pero creen que saben”, que son las peores de todas. El ignorante absoluto sería pues el que no sabe pero cree que sabe. El sabio por el contrario, sería aquel que, como Sócrates, dice que sabe que no sabe nada pues ha adquirido conciencia de la vastedad de su ignorancia. Esta última opción se podría parecer mucho a la pauta que buscamos y que no resulta tan esquiva: el criterio para determinar si hay o no progreso en el país. Así cada nuevo descubrimiento, o nuevo paso, sería un progreso en la medida en que esa forma de hallazgo, nos hiciera aumentar la conciencia que debemos procurar aprender e informarnos mejor y con objetividad sobre lo que ignoramos, entre otras cosas, para no seguir balanceándonos entre la esperanza y la ilusión.
Todos tenemos la esperanza de una mejoría en el país, pero para concretarla en sociedad se requiere serenidad, sosiego, racionalidad y constancia, convocando el armonioso esfuerzo conjunto para poder cimentarla. El marco institucional de esa esperanza es la democracia, que admite siempre la posibilidad del error y ofrece la alternativa de enmendarlo sin necesariamente volver al punto de partida, sino continuando el rumbo en pos de los objetivos trazados, a través del carril de las instituciones. La ilusión, en cambio, nos remite a una dimensión inasible; el entusiasmo que provoca carece de fundamentos basados en la realidad, no tiene respaldo cierto. La ansiedad que provoca la ilusión no tolera la posibilidad de errores o rectificaciones, generalmente demanda resultados mágicos, instantáneos. Ante cada frustración, el deslumbramiento lleva a empezar desde cero con la certeza de que esta vez sí se logrará el ideal soñado. Por eso las ilusiones y las dictaduras han caminado tantas veces juntas en la historia de la política.
Concluyo con un llamado al diálogo, que quiere decir precisamente razón (logos) entre (día) más de uno; la razón aparece en el “entre” del acto mismo de platicar