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Por José A. Ciccone

Seguramente a usted le ha tocado observar en los supermercados, en cada uno de los empaques y etiquetas que le toca consultar o en las ventas por internet, que cuando por fin, se decide adquirir un producto es porque éste lo convenció por lo que explica en su información o por lo que no termina de aclarar en la misma y lo deja a usted, como comprador, con una sensación de querer conocer más, o por lo menos, que la letra chiquita sea más grande, para tener certidumbre sobre lo que está comprando. Lo que le interesa vender al fabricante o al comercio que lo exhibe, no siempre es de la conveniencia del consumidor, ni siquiera resulta una compra ventajosa para él y es ahí donde empiezan los problemas, sobre todo porque no está convencido. 

Cuando uno revisa personalmente –y en vivo- el producto, puede tener cierta ventaja de auscultar con más precisión desde el envase con información técnica, pasando por los detalles, hasta las fechas de vencimiento, es decir, el potencial comprador revisa y se entera, a veces cuestiona, aunque por la misma prisa que imprime la vida, no siempre lo hace. Los casos de desencanto al recibir los productos adquiridos en línea, va en aumento.

Las broncas se agudizan cuando lo que uno adquiere o pretende hacerlo, cuenta con el único referente unilateral de un vídeo –o cientos de ellos- donde la piel de la gente, arrugada naturalmente por los años, se alisa y las patas de gallos desaparecen, los impotentes se vigorizan en un santiamén olvidándose también de las corridas nocturnas al baño, las personas mayores se transforman en jóvenes de cuerpo y alma, los enfermos se curan milagrosamente, evitando las complejas cirugías con sólo ponerse una cuantas gotitas de una misteriosa sustancia y los gorditos adelgazan en automático comiendo de todo… ¡toda esta magia al alcance del consumidor en sólo un par de minutos!

Palabras huecas e inciertas adornadas con textos más o menos convincentes e imágenes benéficas y seductoras, más la necesidad de compradores que quieren ver reflejada ‘su solución’ ahí mismo, en un ratito y sin mayor esfuerzo, sólo poner el número de su tarjeta de crédito, o débito, aunque ésta despida estrellitas de dolor y angustia por el sobreuso.

Ahora bien, estas interrogantes que siguen caben para cualquier país, porque esta avalancha en redes y aplicaciones de todo tipo, más las marcas de consumo directo que llegan a las manos del consumidor con imparables ofertas y productos sin comprobar su veracidad, se observan tanto en Europa, en los Estados Unidos como en Sudamérica y Asia: ¿Cómo hacen los gobiernos en turno para controlar, verificar y en su caso sancionar a todos aquellos que venden ‘productos mentirosos’? En nuestro caso más cercano, ni en la Unión Americana, ni en nuestro país existe personal suficiente en esas áreas para realizar esta tarea gigantesca, entonces las preguntas que nos quedan en el aire son: ¿Quiénes permiten que estos productos sin verificación alguna lleguen a los consumidores? ¿Cuál sería el camino o la mecánica de control más apropiada para terminar, o por lo menos garantizar, que lo ofertado tenga el aval de alguna autoridad seria, confiable y protectora del consumidor? ¿Dónde empieza y dónde termina el derecho del anunciante y cuál es la defensa del que compra en esos casos? ¿Qué porcentaje de compradores regresan aquellos productos que no le funcionaron, aunque el proveedor le garantice el reembolso de dinero inmediato?

Mientras sigamos viendo en exposición constante, este tipo de productos dudosos y ningún ente de control oficial le ponga coto a tanta artillería engañosa, las preguntas expuestas no tendrán respuestas ni solución inmediata.

Si las autoridades facultadas para esta misión de control efectivo actuaran de consuno y con la celeridad requerida y el consumidor sea más cuidadoso y exigente a la hora de comprar un producto, entonces sí habremos avanzado en defensa del que compra y paga, exigiendo siempre algo más en el intercambio comercial de compra-venta.

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